domingo, 20 de marzo de 2016

Ojos que no ven refugiados, corazón que no siente vergüenza.

La empatía es esa capacidad que tienen las personas de situarse en la piel del otro para entender lo que le pasa. La empatía es necesaria para que todos en la sociedad nos movamos bajo el compás de la humanidad que es nuestra característica. 
Con un poco de empatía nos podemos poner en la piel de un padre de familia sirio, asentado por generaciones quizá en Alepo, tal vez en Homs, con su digno trabajo de panadero con el que daba de comer –ahora eso ya es un lejano recuerdo, a sus cuatro hijos- y mantenía la casa, sin grandes lujos pero confortable, en la que había constituido su hogar. Si cierro los ojos, imagino una tarde en el que, con el sol ya escondido en el horizonte, tras años de guerra, porque esta guerra dura ya más de cinco años, entre los escombros y los pocos enseres que quedan en pie, el padre decide que ha llegado el momento de arriesgar la vida para no seguir arriesgando la vida. Un oxímoron imposible como los que a veces nos manda la realidad.
Pero quienes hacen las cuentas políticas y económicas de los Estados no son tan empáticos. Ni siquiera las poblaciones empatizan con verdadera sinceridad. En Occidente, las numerosas noticias sobre el problema de los refugiados pasaron sin pena ni gloria hasta que una foto, que no era ni más espectacular ni más dramática que otras, desató una corriente de opinión que, como un tsunami, obligó a reaccionar a los Gobiernos. Pero si Aylán trajo la marea de la solidaridad con los refugiados, Bataclán primero y Colonia después se la llevaron para siempre. Así somos, en lugar de practicar la empatía, nos dejamos llevar por los sentimientos arrebatados, propios de un adolescente en plena ebullición. Y pasamos del amor al odio en cuestión de segundos, de días, de titulares de prensa.

Ahora ya casi nadie quiere a los refugiados. Todos estábamos dispuestos a abrir nuestras ciudades, nuestras casas, nuestras vidas, para evitar otra fotografía de un niño muerto en la playa que inquietara nuestras conciencias. Pero un pasaporte tras los atentados terroristas de París nos vino a decir que nosotros habíamos permitido la entrada de uno de los que arrasó con cientos de vidas. Después, la noche de fin de año en Colonia firmó la sentencia de desahucio para los refugiados que supuestamente agredieron sexualmente a jóvenes almenas. Ahora dice la investigación que las cosas no fueron así (ya alimentaron suficientes cabezas huecas en la ultraderecha) pero ya nadie se fija en esta segunda versión de los hechos, por más contrastada que esté. París y Colonia son buena justificación para nuestros instintos primarios más básicos: el miedo, la ignorancia y el odio.
Por eso los países europeos se permitieron firmar un acuerdo que, a todas luces, es realmente inhumano, vergonzoso y que si sucediera en otro continente nuestros políticos no dudarían en hacer política contra ello, pero no, está sucediendo en el nuestro, en el continente que llaman nuestra UE.
 Ahora parece que empiezan a darse cuenta de la terrible actitud, que pasará a los anales de la historia. El resumen de la semana pasada es sencillo: pagamos a Turquía para quitarnos el problema, para que no se dejen traspasar sus fronteras a los refugiados y oculte a nuestros ojos el drama que miles de personas están viviendo. 
Pero lo que hemos hecho, que no es otra cosa que ocultar bajo la alfombra lo que no hemos hecho bien, le pasará factura a una Europa que se mueve más a golpe de sondeo metroscópico que de sentido común, una Europa que, como mira siempre al voto, ha olvidado hace tiempo el sentido de la empatía. Una Europa que esconde en Turquía lo que no quiere ver para que el corazón no la delate.
"Sé que están cerradas las fronteras, pero no voy a volver a mi país"